Era un lindo día
de primavera. Los primeros rayos de sol calentaban agradablemente la piel. Los
brotes de los árboles se mecían suavemente con la brisa. Se respiraba paz y
todos los animales estaban tranquilos disfrutando de las primeras horas de la
mañana. Bueno, todos menos los humanos que ya habían empezado a ir y venir, sin
parar de hacer cosas. Pero a Lucille no le distraían lo más mínimo. De pronto,
su niña Ruby se acercó y empezó a mamar. Como cada mañana, como cada tarde y cada
rato que quería. Y así, entre el calor, el olor de su pequeña y la calma que se
respiraba, mamá Lucille se perdió en sus pensamientos:
Y pensó lo
afortunada que era su bebé Ruby de no haber vivido casi lo que ella vivió. Ella
no recuerda a su madre, ni su olor ni su sabor. No recuerda ya la cantidad de
compañeras que estuvieron a su lado, encerradas como ella en un cubículo
enrejado y fueron desapareciendo. Sí que recuerda muy bien su primer hijito. Su
olor, su calorcito, cómo se levantó a su lado, estiró la cabecita y empezó a
mamar, mientras ella lo lamía, con el instinto y las ganar de amar que todas
las mamás mamíferas tienen. Y nunca podrá olvidar la sensación de cuándo se lo
llevaron, su carita se susto, cómo ella se revolvió, y mugió fuerte, más
fuerte, y dio coces, y embistió con sus cuernos, que nunca antes había usado…
pero todo dio igual. Y tampoco podrá olvidar nunca la sensación de unos tubos
fríos robando la leche de su bebé. Y esto no pasó, ni una ni dos veces…
Pero como la vida
es maravillosa e imprevisible, cuando nació su bebé Ruby, y asumiendo la tristeza
de lo que pasaría, esta vez sucedió algo distinto. No las separaron, y a los
pocos días las subieron en un camión. Empezaron un largo viaje. Unos humanos
les hablaban con voz dulce todo el rato, pero ella no se fiaba. Intentaba estar
tranquila para no preocupar a Ruby, que iba feliz de aventuras, pero su corazón
latía con mucho mucho miedo.
Tras varios días,
las puertas del camión se abrieron y ohhhh… Había sol, árboles, espacio libre.
Nadie les metió prisa para bajar, ni para ir a un sitio o a otro, no las
empujaron, no las separaron. Les habían preparado un recinto especial, sólo
para ellas. Ruby no se separaba de su madre y Lucille poco a poco y con los
días se fue relajando. Ruby poco tardó en avisar: “Mamá, mira, una vaca como
nosotras”, y sí, Clara (a la que ya os presentaremos en otro cuento), se
acercaba tímida y curiosa a mirarlas. Y parecía feliz y confiada y eso le dio
seguridad a Lucille.
-Mamaaaaaaá,
mamaaaaaá, que no me oyes – gritó Ruby de pronto.
– Dime cariño,
tienes razón, estaba perdida en mis pensamientos.
– Me voy a jugar
con Clara, mira lo que hacemos eh, que hemos aprendido un juego nuevo.
– Claro que sí.
Y mientras las
niñas jugaban, Lucille miró de reojo a la humana que siempre estaba allí con
ellos. E intentó entender por qué las eligió a ellas, por qué trata así de bien
a tantos otros animales, por qué… da igual, se
dijo, lo importante es que ocurre, y que suceda cada vez más. Y rumiando
sin parar, volvió a perderse en sus pensamientos…