Carita de muñeco

Hubo una vez un niño que vivía en una gran ciudad. Tenía una familia estupenda y una bonita casa.

Parecía tenerlo todo.

Sin embargo, era un niño triste.

Su rostro no reflejaba nada: ni deseos, ni sorpresa, ni alegría…

En el cole le llamaban «carita de muñeco», debido a esta dificultad para reflejar sus emociones.

 

No siempre fue así, hubo un tiempo en que carita de muñeco fue felíz— Aseguraba Esther a la nueva vecina.

(Esther es la «coti- coti» del barrio; todo lo sabe y, por supuesto, todo lo casca).

Dicen que tampoco habla.

Cierto— Las dos mujeres taparon sus bocas cuando el niño se aproximaba.

 

¡Hola pequeño!— Le saludó alegremente Lorena, la nueva vecina.

 

El niño, impávido, con la mirada puesta en el horizonte, siguió su camino al colegio.

Esa mirada triste, carente de vida, le dio tanta pena que se propuso «cambiar» al muchacho.

 

Desde ese día, cada sábado, Lorena acudía a la casa del niño con suculentas invitaciones: un paseo en bici, una tarde de remo en el pantano, una peli de cine…

Pero carita de muñeco siempre rechazaba sus propuestas.

 

Los padres del niño, al ver tanta insistencia, invitaron a la vecina una tarde a tomar café.

 

¿Por qué su hijo está siempre tan triste?— Les preguntó en cuanto pudo.

Los padres se miraron como ruborizados, la mamá le dio un suave codazo al padre como autorizando la respuesta:

 

Felipe nació siendo un niño normal, era alegre y vital. No paraba de hablar. Desde siempre, le gustó rodearse de animales.

En todas las fotografías sale agarrando a un perro, abrazando a un gato o sosteniendo a un pájaro— Y le mostró orgulloso una foto del niño y un guacamayo.

 

Cuando cumplió los 10 años, nuestra familia adoptó un gatito.
Fueron años felices, muy felices
— Y su mano tembló al acercarle otro retrato.

Este era su compañero de juegos; su mejor amigo—.

El matrimonio se fundió en una triste y pesarosa mirada.

La madre retomó la conversación porque el padre estaba con los ojos vidriosos y no podía articular palabra:

 

Cometimos un gran error, que hoy en día seguimos pagando.

Felipe apareció sangrando por un arañazo del gato.

Estábamos asustados porque pensábamos que perdería el ojo.

Al decirnos que la herida se la había hecho el gato, su padre, cabreado, agarró al animal y le llevó al veterinario para que le sacrificaran.

El ojo de Felipe se curó, pero no así su corazón.

Mi hijo se echó la culpa de la muerte de su amigo felino. El psicólogo piensa que siente culpabilidad por haberse chivado de que el gato le había arañado.

Nosotros no supimos ver que había sido un simple accidente. Que fue un juego de amigos. Nos apresuramos y tomamos una decisión equivocada.

Desde entonces, mi hijo no habla. No ha vuelto a jugar, no ha vuelto a reír, ni a interrelacionarse con los demás niños.

El mundo no tiene nada que ofrecerle.

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Yo puedo ayudarle— Se ofreció Lorena.

Esa misma tarde susurró unas palabras al niño y éste, por fin, reaccionó y la miró interesado.

 

Los dos nuevos amigos, la mujer y el niño, montaron en el coche y se fueron juntos.

Detuvieron el vehículo frente a un letrero verde que decía:

 

«Clínica veterinaria El gato Pancho»

Yo trabajo aquí, soy veterinaria— Y el niño abrió los ojos como platos.

Se cogieron de las manos y entraron.

Este fue el principio de una gran amistad.

 

Todas las tardes, después del cole, carita de muñeco se pasaba por la clínica y allí, Lorena, le hablaba y le mostraba cosas de su trabajo y él escuchaba y aprendía.

Se convirtió en su mejor ayudante. Entendía perfectamente a los animales.

Los bichitos que iban asustados, con sus caricias se calmaban.

 

Una tarde de marzo, Felipe interrumpió su paso al escuchar el maullido de un gato.

El minino vomitaba espuma y sangre y se retorcía de dolor.

Los transeúntes pasaban de largo sin prestarle atención.

El niño se comunicó con el gato sin emitir ninguna palabra, tal y como hacía con los animales de la clínica.

 

Tranquilo amigo, voy a llevarte con Lorena y vamos a curarte—.
El pobre animalito se dejó coger y hasta pareció que suspiraba acurrucado entre sus brazos.

 

Antes de partir, oyó cómo un hombre enfadado gritaba desde su jardín:

¡Ese maldito gato ya no volverá a mearse en mis plantas! ¡Con la sardina que se ha comido se le acabó el molestarme!

 

Efectivamente, al lado del gato, sobre la acera, vio la mitad del pescado.

Todavía estaba cubierto por unos polvitos amarillos.

¡Le han envenenado!— Pensó el chaval alarmado.

 

Corrió, corrió y corrió…

Y cuando llegó a la clínica, apenas le quedaba aliento.

 

Felipe, ¿qué ha pasado?— Le llevó a la sala de curas, el gato apenas respiraba.

¿Qué le ha pasado?— Volvió a preguntar al muchacho.

¡¡¡No puedo curarle si no sé qué le ha pasado!!!— Le gritó la veterinaria.

 

Felipe, carita de muñeco, abrió la boca y… costándole mucho, consiguió hablar:

Le han envenenado—.

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Los dos, la veterinaria y el animal desaparecieron en el quirófano.

Felipe rompió su silencio, por fin, y dejó escapar un inconsolable llanto.

 

Pasaron varias horas cuando Lorena apareció de nuevo.

 

Sécate esas lágrimas, Felipe. Y dime, ¿cómo le vamos a llamar?

   El gato se ha salvado—.

 

Pppp… Pancho…— Balbuceó feliz el muchacho.

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