El circo de nunca más

Hace unos días mi sobrina me pidió que le llevara a un circo que había llegado a la ciudad. Me dijo que quería ver a todos los animalitos, elefantes, tigres, leones, monos, osos, y que también quería ver a los payasos. Estaba tan entusiasmada que decidí contarle toda la verdad sobre los circos. Entonces le expliqué que había dos tipos de circos, unos con animales y otros sin animales. Le hablé de los payasos de toda la vida, Charlie Rivel, el Zampabollos, Nabucodonorsito, los hermanos Tonetti, Andreu Rivels, Fofito, Milikito, y de lo mucho que nos habían hecho reír y que siguen haciendo hasta ahora.
Pero los circos no solo tienen payasos, también tienen muchos animales que son esclavos de los humanos, que los explotan en contra de su voluntad y solo los utilizan para su divertimento y enriquecimiento. Le expliqué que la imagen que tenemos del trato a estos animales es muy diferente de la cruda realidad. Los circos con animales dan mucho miedo, sobre todo porque los papás llevan a los niños al circo, y no saben lo que sufren los animales que están allí.
A algunos se les coarta de su libertad, son capturados en la selva y transportados en jaulas de grandes barrotes con cadenas alrededor de sus patas y de todo el cuerpo, y con las cadenas permanecen en el circo todo el resto de su vida hasta su muerte.
Es cruel para estos que han conocido la libertad, que han nacido en plena naturaleza junto a sus hermanos y vivido en su hábitat natural.
Pero incluso es más cruel, si cabe, para aquellos que han nacido dentro del circo, que no conocen otra cosa más que la tristeza, la depresión y el sufrimiento, y que nunca conocerán ni disfrutarán de la libertad de estar allí de donde proceden. No todos son animales salvajes, leones, osos, tigres, monos, elefantes, jirafas, panteras, sino que también hay caballos, ponis y animales domésticos, como perros, que no conocerán un hogar donde les quieran.
Todos los días son humillados con gritos, insultos, golpes, latigazos y palizas en sus entrenamientos para que aprendan a subirse con las cuatro patas a la vez a taburetes diminutos y ridículos para sus corpulentos cuerpos, o tienen que montar en bicicleta. O trabajar con fuego, saltar por dentro de aros encendidos que les da auténtico pánico.
Cuando viajan con el circo de unas ciudades a otras por carretera, casi no les dan ni comida ni agua, y así es toda su vida. Sufrimiento, incomprensión, y mucha, mucha tristeza detrás de esos barrotes.
Entonces le conté a mi sobrina que hace muchos años cuando yo era pequeña, mi madre me llevó a un circo con animales. Durante el espectáculo, en un descuido de mi madre, me escurrí de mi silla muy despacio y salí al exterior. Me dirigí hacia los carromatos y las jaulas que había visto cuando entrábamos. Era toda una aventura para mí, estaba tan entretenida e impresionada viendo todo aquello que pasaron las horas y se hizo de noche.
De repente escuché ruido, y eran los hombres del circo que salían con todos los animales y les iban metiendo en sus respectivas jaulas. Me escondí detrás de una de ellas y lo que me pasó aquella noche no lo olvidaré nunca en mi vida.
Primero oí hablar a la mamá elefanta con su pequeñín. El elefantito había nacido dentro del circo y no sabía lo que era la libertad. Y le pedía: “Mamá, mamita, ¡háblame de la selva otra vez como haces todas las noches antes de dormir, anda!”.
Y su mamá le contaba historias lejanas de su familia de elefantes, cuando comían de las ramas de los árboles, de cuando se bañaban en los ríos y jugaban y después se tumbaban al sol…. y entonces él decía: “Gracias, mamita, así esta noche podré soñar otra vez con la selva”.
El pequeño elefante se quejaba de que le dolían las patitas de los golpes que le daban con una barra de hierro, y las cadenas que llevaban le estaban haciendo mucho daño.
Lloraba: “¡¡Mamita!! Es que no quiero que me pongan el sombrero o esa faldita rosa tan ridícula. Además, yo soy un chico, y no soy un payaso, y no quiero participar de este circo!”.
Una lágrima muy grande le cae y resbala por su trompita hasta el suelo. El pequeño sigue llorando mientras su mamá le consuela.
Y, de repente, pegué tal brinco que casi me descubren al oír al fondo una voz grave, era el gran tigre: “Elefantito, no llores. Aunque hay humanos que son muy malos con nosotros, yo sé y te puedo afirmar que hay otros muchos, que se llaman a sí mismos animalistas activistas, y que están luchando con todas sus fuerzas por todos nosotros para que nos liberen, y por los derechos de los animales de todo el mundo. Se les puede escuchar a veces al otro lado de la valla, gritando y manifestándose en las puertas del circo. A veces se desnudan o se pintan para simular ser como nosotros y se ponen en nuestra piel. Y vienen con pancartas en protesta por la crueldad en la que malvivimos.
Los activistas son nuestra última esperanza, son nuestra voz, la voz de los animales”.
Entretanto la mamá elefanta sufre en silencio mientras su pequeño ya se ha quedado dormido y llora también.
El tigre conversa con el oso de la jaula de al lado sobre la melancolía que les embarga, y tratan de olvidar por un momento la tristeza, y sueñan que algún día dejarán todo esto atrás y volverán a las praderas donde habrá amor por todas partes y flores de colores. Sueñan con su libertad… como todas las noches.
Y le terminé de contar a mi sobrina que, a pesar de que mi madre me regañó después, aquella mágica noche fue tan especial que, siendo aún muy pequeña, me convertí en una activista animalista y prometí que lucharía por ellos hasta el final de mi vida por conseguir la libertad de todos los animales, y que me gustaría que ella y todos los niños y no tan niños hicieran lo mismo.
Hoy, mi sobrina viene conmigo a todos los actos animalistas.

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