Reflexión como educadora. Visitamos un antiguo matadero.

En el barrio en el que está ubicado el colegio en el que trabajo se encuentra el antiguo matadero de la ciudad que entró en funcionamiento en 1887.


En 1888 se amplió y se instalaron tres caloríferos y un horno crematorio para las mal-llamadas «reses insalubres».


En 1929, las instalaciones se ampliaron aún más con un pabellón de ‘mondonguería’ (llaman mondongos a los intestinos, vísceras…).


Los asesinatos masivos de animales cesaron en 1980 y el matadero cerró definitivamente en 1981.


Cien años ejecutando seres que querían vivir.


Tras unos años de abandono, el conjunto fue utilizado como taller de escultura y en la actualidad alberga un centro cívico. Fue declarado Bien Catalogado del Patrimonio Cultural de mi comunidad autónoma.


Pues bien, hace unos meses fuimos de excursión con niños y niñas de entre 6 y 8 años.


La guía les explicó una parte de la historia. Habló de animalitos, de su conocimiento sobre ganadería, de lo bonito que era el edificio…

Contestó con evasivas ridículas a las preguntas incisivas de los niños y las niñas: ¿cómo se mataban a los animales? ¿les dolía mucho o se les trataba con cuidadito? ¿para qué servían los hornos que nos has dicho? Etcétera.

Yo, les expliqué la otra cara de la historia

En grupos pequeños, y con la excusa de ir al baño, abordamos con la delicadeza que requieren niños y niñas de esas edades qué significaba lo que la guía les había explicado con cantidad de eufemismos y ocultaciones.

¿Cómo? Apelando a su pensamiento crítico. Tratar a los niños y las niñas como si fueran seres inertes sin capacidad de razonamiento es una práctica desgraciadamente común en algunos sectores educativos como el que hablamos.

Cuando, por ejemplo, las más mayores me preguntaban: ¿cómo mataban a los animales? Yo les respondía con una pregunta: ¿qué formas rápidas y baratas de matar cientos de animales en unas horas conocéis? ¿hay alguna que no cause sufrimiento? ¿qué necesidad hay de hacer tanto daño a animales tan bellos? 

Alucinaban. 

Se sintieron engañados y engañadas.

Procuré apoyarles con toda la comprensión y el cariño del mundo. Y, sobre todo, transmitirles la idea de que hacer un mundo mejor para todos los animales pasa por conocer, investigar, estudiar y saber mucho sobre lo que sucede realmente con ellos. 

Sois el futuro, les dije. Sois SU futuro.

Tengo la impresión de que planté una pequeña semilla en cada uno de sus cerebros. Ojalá.

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